Por Ramiro Albarracín*
El Estado de Israel es creado por la ONU en 1947, por especial iniciativa y alianza estadounidense – soviética como una respuesta, en principio pacífica y coherente, al desastre causado por el holocausto nazi. Fue una manera diplomática de devolverle la dignidad a un pueblo sufrido y bastardeado no sólo por el fascismo, sino también por las democracias europeas. Recordemos que durante la segunda guerra mundial, Winston Churchill le negó por decreto a los judíos el ingreso a Palestina, que en ese momento estaba bajo mandato inglés. Israel surgía como la posibilidad de paz y realización para el pueblo judío, pero también nacía con la condición de que conviviera con el Estado palestino. La iniciativa era la creación de ambos Estados, no de uno solo.
Es en vano ya remontarse a tiempos milenarios para determinar quién tiene derecho a una porción de territorio, porque de ninguna manera esa mirada del debate puede generar alguna solución. Basarse en piedras arqueológicas que datan de mil años antes de cristo para determinar si en la zona habitaba el pueblo hebreo o el pueblo filisteo es ridículo. Spoiler: habitaban ambos. Ese debate se saldó hace tiempo con el consenso global mayoritario, más no unánime porque siempre hay extremistas de ambos lados, de que los dos pueblos tienen derecho a un Estado propio, es decir, derecho a la autodeterminación, a dictar sus normas, definir su forma de gobierno y a honrar sus propias creencias.
Israel es un Estado que lamentablemente nació en guerra y el pueblo Palestino es un pueblo que nunca dejó de luchar por tener sus derechos. La causa israelí es por su derecho a vivir en paz y la causa palestina es por sus derechos humanos y políticos, no solamente religiosos. Esas causas colisionan por incapacidad política de cada lado del conflicto, especialmente Israel que con recursos infinitamente superiores y aliados muy poderosos no encontró una salida al conflicto real y duradera. Pero el responsable máximo de 76 años de fracaso en este conflicto es la comunidad internacional. Israel no hubiera podido cometer los abusos que comete regularmente contra el pueblo palestino sin el apoyo ciego de la comunidad internacional. Tampoco la organización terrorista Hamás podría prosperar si se hubieran puesto los esfuerzos y recursos necesarios, como si se hizo con Israel, para conformar el Estado Palestino. En lugar de que las diferencias se puedan dirimir entre dos Estados consolidados, hoy se dirimen entre dos bandos conformados por muchos intereses cruzados en que se involucran muchos países, ¿cuáles? y ¿qué business toca cada uno?.
Ataques de Gaza a Israel y sobre todo de Israel a Gaza no es algo que sorprenda, prácticamente todos los años se cuenta alguno y los muertos siempre los ponen mayoritariamente los palestinos. Si sorprende que el operativo “tormenta de Al Aqsa” lanzado por Hamás haya podido incursionar en territorio israelí, algo que no se daba desde hace 50 años. Sorprende teniendo en cuenta que hablamos de Israel, un Estado militarizado cuyo presupuesto en defensa es de 25 mil millones de dólares anuales, está rankeado como el 15º ejército del mundo, tiene armas nucleares y gran parte de su pbi es por exportar sistemas de seguridad y armamento al resto del mundo. La incursión terrorista no se dió porque haya fallado algún sistema, el problema fue una clara falla de seguridad que se explica más bien por un conflicto interno que vive Israel desde hace varios meses y por intereses económicos cruzados. Osea, por errores políticos.
En el frente interno, el gobierno del primer ministro israelí Benjamín Netanyahu está envuelto desde noviembre del año pasado en escándalos de corrupción e intentos por cooptar la corte suprema de justicia que incluso le valieron el repudio de su histórico aliado Estados Unidos. Esta situación derivó en movilizaciones masivas en Israel en contra de su propio gobierno, algo nunca visto en el país y que puso al primer ministro en lo más bajo de su popularidad. La actitud totalitaria de Netanyahu le valió críticas de opositores, altos cargos militares propios e incluso de hombres de los servicios de inteligencia israelíes. Los críticos, con bastante sentido común, consideran que Israel es un país que siempre justificó sus acciones de seguridad en la necesidad de resguardar su ejemplar calidad democrática. Esto también es un argumento central en el que se sustenta el incondicional apoyo que recibe Israel de Estados Unidos y gran parte de Europa. Romper esa institucionalidad implica, para muchos sectores internos poderosos y para gran parte del pueblo israelí, un límite que no están dispuestos a cruzar.
Además del frente interno, que sin dudas debilitó la articulación de la defensa israelí, Netanyahu fiel a su lógica de ir siempre por todo y a pesar de todo, abrió dos frentes externos: por un lado comenzó el diálogo con Arabia Saudita para ejecutar un acuerdo que implicaba que el país árabe reconociera a Israel como Estado (algo que en medio oriente hoy sólo hacen Jordania, Egipto, Bahrein y los Emiratos Árabes Unidos), otorgando a Israel la seguridad jurídica y concreta que eso trae. Este acuerdo también pretende establecer el intercambio comercial entre ambas naciones, pero sobre todo el ingreso de capitales israelíes al mundo árabe. Seguridad y ganancias, un negocio demasiado redondo. El otro frente que abrió Netanyahu es el proyecto de construcción de un gasoducto que partiera de Egipto, pasando por Israel y termine en Turquía construido con participación de capitales estadounidenses. Con estos dos acuerdos había tres grandes ganadores: Israel que se aseguraba muy buenos negocios y mejoraba su seguridad en la región, Arabia Saudita que abría nuevos mercados y se consolidaba también como potencia regional y Estados Unidos que vería renovada su influencia en la zona que viene bastante golpeada por el crecimiento de inversiones rusas y chinas en la región. Esto puso en alerta (más aún) a otros países de Oriente Medio, especialmente Irán, quien hoy articula el eje político económico en los países árabes de medio oriente en alianza con Rusia y China. Posiblemente esta alerta haya sido lo que desencadenó el mayor financiamiento y la planificación que requirió el operativo de Hamás en territorio israelí. Operativo que en sus primeros resultados muestra un saldo más positivo para Irán, ya que de momento esos acuerdos de Israel con Arabia Saudita y Egipto quedan suspendidos, que para el pueblo palestino que por ahora sólo está poniendo muertos y sufrimiento sin una perspectiva de que haya una solución a sus legítimos reclamos.
La República Islámica de Irán y el reino de Arabia Saudita desde 1979 se enfrentan por la hegemonía en la región, pero sobre todo por la construcción de sentido del islam, osea, cuál es el sentido que tiene esta cultura y religión en el mundo terrenal. Parte de esa disputa de sentido está en cómo se convive con el pueblo judío, particularmente con la existencia de un Estado judío como Israel. Una interna que viene desde los propios orígenes entre chiítas y sunitas y que cabría en otros artículos. Por eso la causa Palestina cala en el corazón de todo el mundo musulmán. También, claro, iraníes y sauditas se disputan el control del comercio petrolero de la zona. En tiempos dónde business are business, sería un gran problema para Irán el crecimiento económico de Israel y la consolidación de Arabia Saudita como potencia en la región. Qatar, Irak, Yemen, Siria y El Líbano son aliados de Irán, y son quienes apoyan las acciones de Hamás posibilitando la llegada de recursos y la operatividad de la organización. Aunque no hayan tenido participación directa en el ataque a Israel. Además, estos países ya anunciaron cuáles son las líneas rojas que Israel no debe pasar, de lo contrario ellos intervendrán en el conflicto, sobre todo a través de Hezbollah, una organización mucho más poderosa que Hamás y que opera en el sur del Líbano y Siria, osea, norte de Israel.
Hamás no es una organización que tenga la fuerza para derrotar al poderoso ejército israelí, pero si crece su fortaleza con esa red de alianzas sostenidas principalmente por Irán, que constituyen un límite al accionar de Israel. A menos que este país esté dispuesto a desatar una guerra en todos los frentes, lo que sería inevitablemente tomada por el mundo árabe como una guerra santa, llevando la situación a una escalada bisagra para la historia de la humanidad.
La máxima responsabilidad en el devenir la tiene el gobierno israelí, no sólo por los recursos abismalmente superiores con los que cuenta junto con sus aliados, sino porque desde que gobierna la extrema derecha encabezada por el partido Likud del primer ministro Netanyahu, se violan sistemáticamente los derechos humanos de los palestinos y las denuncias, declaraciones y reclamos en naciones unidas por este tema se acumulan a montones. Israel tiene una oportunidad para demostrar que su objetivo no es exterminar al pueblo Palestino (como expresan algunos funcionarios del gobierno de Netanyahu). El Estado de Israel está ante la posibilidad de salir de este conflicto como una democracia ejemplar. Pero también puede salir del conflicto exterminando a un pueblo, sembrando resentimiento y extendiendo la guerra por muchos años más. El pueblo judío merece un gobierno que esté a la altura de su historia y no a un matón que está cometiendo atroces crímenes de guerra privando de agua potable a civiles y arrojando armas químicas prohibidas, dejando un tendal de muertos palestinos y judíos en el camino.
Lamentablemente el principal aliado israelí, el todopoderoso Estados Unidos, por la pérdida de influencia que está experimentando en la región a manos de Rusia y China, fiel a su estilo, está dispuesto a que otros pongan los muertos y ellos poner las armas, osea, ganar mucha plata.
*Ramiro Albarracín: Licenciado en Comunicación Social, maestrando en Relaciones Internacionales.