Baja a buscarla, la pide en la medialuna del área, elude al 9 y, cabeza erguida, arriesga un pase milimétrico. “Es mentira que se murió. Estos tipos no se mueren nunca: viven en el relato de todos, porque nos enseñó a relatar a todos”. Va al piso, deja un retazo del pantalón sobre el césped y, aunque raspa con ferocidad, le resulta imposible contener al 10, y al 8, y al 7 que también lo deja de garpe. “No puedo creer que ya no esté. Porque además se fue en un momento de mierda, porque no pude ir cuando estuvo grave, no pude ir cuando lo sepultaron, no lo pude despedir”.
Al Bocha todopoderoso lo sorprende mal parado, de contra, el Bocha terrenal. “Estoy viejo”, bromea e intenta aguantar la presión de esas lágrimas escurridizas. Y esa transición inmediata con forma de meme de perro musculoso-perro diminuto, ocurre por una razón: a Carlos Andrés Houriet le toca recordar a Osvaldo el Turco Wehbe, el inmenso colega y amigo con el que fue tan feliz que hoy, a dos años de su muerte, evocarlo lo deja fuera de juego: mientras se ríe repasando anécdotas, viajes y goles, confirma también que aquel “gordo bueno” ya no volverá.
“Es como en el fútbol, que hay puestos: está el goleador, el 10 y está el 5, que soy yo. Yo soy sacrificio, lucha, meterle. Nunca seré goleador, y me conformo. Soy feliz jugando, estando adentro de la cancha… y, a veces, los 5 también se van aplaudidos –describe con esa humildad que alcanza a los gigantes de verdad-. Él era genialidad pura, un crack, una cosa indescriptible, muy rara. Yo hago lo que puedo, él hacía magia”.
Concederle que se haga el distraído con su propia grandeza cobra sentido sólo si, a cambio, ofrece anécdotas doradas con el relator riocuartense.
“Los relatores tenemos cada uno su ‘librito’. Yo me preparo, anoto los jugadores, los estudio; sobre todo, en una Copa del Mundo, con los apellidos, las pronunciaciones. Él no hacía nada, yo lo vi. Se los anoté yo a los jugadores en el Mundial de Brasil 2014, porque me daba apuro que se olvidara de algo. Y me decía: ‘Gracias, gracias, Bocha’, para no decirme: ‘Dejame de hinchar las bolas’. Por eso era un genio. Este animal sabía tanto de fútbol que los conocía a todos, así jugara Chipre contra Honduras”, explica el fenómeno Wehbe desde lo técnico.
Pero si algo caracterizó al Turco fue, además, su costado humano: querido y respetado por todos, se convirtió en un emblema del periodismo y de la radiofonía argentina que, pese a su inigualable capacidad, le esquivó a la perpetuidad de las grandes marquesinas.
“El Turco empezó a relatar en el barrio y se murió relatando en las mejores radios del país, siendo uno de los mejores del mundo relatando el juego del fútbol, y siguió siendo de barrio. Eso lo marca como un distinto. Estaba desesperado por volver siempre a Río Cuarto. Radio Continental se lo llevó 12 años a trabajar y nunca lo pudo sacar de su Río Cuarto: salía por equipo desde su casa. Y un tipo con semejante talento, generalmente se desfigura, pasa a creerse una estrella. ¿Viste que empiezan a tener esos berrinches, que viene Luis Miguel y pide, no sé, que la sábana tenga su nombre? Con él no pasó jamás. Y uno, que está en esta profesión hace treinta y pico años y más o menos conoce el ambiente, ve que eso no ocurre a menudo”, narra el villamariense de 59 años.
-Leí por ahí que al Turco lo lloraste como si quien hubiera muerto hubiese sido un familiar. ¿Fue tan así?
-Y en algunos casos más. La sangre poco tiene que ver con la familiaridad de las personas. Lloré todo el día. No podía parar. Yo sé que es una boludez decir: “Están vivos tantos hijos de puta, y se muere…”, pero es lo primero que se me vino a la cabeza. Estaba sentado en el living de mi casa, y me llegó vía WhatsApp: “Ha pasado a la inmortalidad el querido Turco”. Y ahí me sentí culpable. Me sentí culpable por no haber viajado más a Río Cuarto, por vago, holgazán y no agarrar el auto y hacer 200 kilómetros… un boludo. Me sentí culpable porque a estos tipos no se los encuentra a menudo en la vida. Me lo perdí, pude haberlo disfrutado mucho más. Me dije: “¡Qué boludo que soy!”. Y ahí es cuando decís: “Hay que vivir ahora, porque después no sabés”. Cuando te das cuenta, te llega ese mensaje, y ya está. Lo que pasa es que uno cree que va a vivir muchísimos años. Entonces va postergando, postergando y no hay que postergar nada, porque nadie sabe si el día de mañana el Bocha, el Turco o el ingeniero (Gustavo) Gutiérrez van a estar de pie. Esto lo digo por si alguien quiere a alguien, que no sea tan boludo como yo, que trate de disfrutarlo más y de hacer el sacrificio que hay que hacer para tener más horas de encuentro, más horas de charla. Esta lección fue muy dura, y la aprendí de la manera más cruda de todas.
El Bocha, un tótem del relato futbolero, aprendió a querer, admirar y extrañar sin recelo al Turco, una leyenda que ocupaba el primer lugar en las transmisiones futbolísticas de su misma radio, Cadena 3. ¿Cómo hizo para no sentir jamás un granito de envidia profesional? ¿Cuál es el secreto para burlar la trampa de una industria codiciosa?
“Hay que ser agradecido de la vida. Si vos estás pensando en ser el número uno, te volvés loco, no dormís, estás siempre amargado. Porque eso es inalcanzable: porque después de que sos el Nº1, querés tener guita, después de la guita querés poder; es inalcanzable. Tenés que relajarte y disfrutar lo que ya tenés. Una vez, en una entrevista para un diario de Córdoba, el periodista me quiso ‘chusear’ y me dijo: ‘Vos vas a ser siempre el segundo de Wehbe’. Y le dije: ‘Macho, yo relataba arriba de un techo en Berrotarán y vos me decís que soy el segundo de Wehbe. ¡Es un elogio de la puta madre!’. Yo relaté mi primer partido de Argentina en un Mundial en Rusia, en el 2018, después de casi 30 años de trayectoria. Y lo hice con una felicidad bárbara y, si no relataba en ese Mundial, no me iba a morir, no iba a ser una materia pendiente, ni iba a estar lloriqueando por mi casa. ¡Dejate de joder! Vengo de arriba de los techos de Berrotarán. ¿Te parece que es poco? Yo soñé mucho menos: soñé con que no me echaran de la radio para que mi familia pudiera tener una vida digna, para que mis hijos estudiaran; con eso, estaba hecho. Todo lo que vino después son cosas que no soñé. Entonces, conmigo jamás hubo celos porque no es posible. Si vos entendés esta profesión, no podés tener celos del Turco Wehbe: lo único que tenés que tener por el Turco es admiración. Si le tenés celos sos un boludo, porque no te estás midiendo. Es como si yo quisiera pelear con (Mike) Tyson: no, macho, no puedo pelear con Tyson porque me pega un saque y me mata. Al Turco lo tenés que admirar, aprender de él y no tenerle celos, porque claramente es superior”, dispara con un vozarrón vibrante y cristalino.
Este maestro del decir se convirtió en un sabio del vivir. Y fueron otros próceres, dice, los que le otorgaron la claridad que hoy le permite, cuando sea y donde sea, matarla con el pecho, ponerla debajo de la suela y destrabar un juego que casi siempre luce enmarañado: “Como decía el viejo Brizuela: ‘Yo no tengo muchos estudios, pero tuve grandes maestros’. De él y del Turco aprendí mucho más de lo que pasa afuera de una cancha de fútbol que de lo que sucede adentro. Yo los extraño más en la sobremesa de la cena que en la cancha, porque la mesa solía ser donde se hablaba de las cosas importantes. Estos tipos eran cracks con y sin el micrófono. Entonces yo escuchaba. A lo mejor por eso estoy medio sordo, porque siempre escuché, escuché, escuché, escuché, escuché… Y por eso aprendí un montón de cosas más allá de la profesión con estas almas que me tocó cruzar en el camino y se lo agradezco a Dios infinitamente. Porque para un tipo que no tiene estudios como yo, que Víctor Brizuela te dé clases de periodismo deportivo todos los fines de semana en una cabina en forma particular, y que te paguen un sueldo y que te manden a un Mundial con Wehbe… yo, que soy un tipo de fe, si ese no es Dios, ¿quién es?».