La dictadura de Juan Carlos Onganía estaba en sus inicios. Un mes antes de la fatídica noche en la UBA, había asumido como presidente de facto tras derrocar al gobierno democrático de Arturo Illia. Consciente de que la educación representaba una amenaza para sus planes, la autodenominada “Revolución Argentina” decidió desmantelar uno de los pilares que sostenía la sociedad por aquellos tiempos.
El 29 de julio de 1966, el gobierno de facto intervino las universidades nacionales y ordenó la represión de los estudiantes y profesores que defendían la autonomía universitaria. Aquella noche, la violencia se desató en cinco facultades de la UBA. La Guardia de Infantería de la Policía Federal recurrió a la represión con bastones largos (de ahí el nombre con el que se recuerda esta jornada), enfrentando a los manifestantes.
Esto marcó el inicio de un oscuro período de persecuciones, despidos y renuncias en las universidades, resultando en la mayor emigración de científicos e investigadores argentinos en toda la historia. Más de 700 docentes se vieron obligados a abandonar la universidad, muchos de ellos para continuar sus carreras en el extranjero.
El éxodo de cerebros
La noche de los bastones largos marcó el fin de una era de constante crecimiento universitario. En las aulas e incluso en los laboratorios, se estaba gestando un ambicioso proyecto científico y tecnológico sin precedentes en el país.
Esta trágica noche también marcó el comienzo de un ciclo de emigración motivados por persecuciones políticas o crisis económicas, lo que resultó en un debilitamiento sostenido del sistema científico y tecnológico de Argentina.
A pesar de todo, la resistencia a la intervención en las universidades y la lucha por su autonomía y gratuidad permitieron que el sistema de ciencia y tecnología de nuestro país sostuviera como principio fundamental la calidad de la educación pública, alzándola como una bandera irrenunciable.