«Sepan ustedes que esta gloriosa revolución se hizo para que, en este bendito país, el hijo del barrendero muera barrendero.»
Contraalmirante Arturo Rial, octubre 1955
Todo discurso que intente negar o minimizar el accionar del terrorismo de Estado llevará consigo un plan económico de ajuste y miseria planificada, como lo hizo la última dictadura cívico-militar que azotó nuestro suelo (1976-1983). El plan sistemático de tortura, muerte y desaparición de miles de compatriotas tenía por objetivo amedrentar a una sociedad consciente de sus derechos e implantar un modelo de sumisión y acatamiento al orden castrense. Orden fundado en la necesidad de revertir la matriz productiva del país y allanar el camino para un nuevo consenso neoliberal, basado en la especulación financiera, la primarización de las exportaciones y la apertura irrestricta de productos importados que pondrían en jaque a la pujante industria nacional y las conquistas laborales.
Negar, pero ¿negar qué? ¿a quiénes? La enorme mayoría de los desaparecidos durante el terrorismo de Estado fueron hombres y mujeres de extracción gremial, estudiantil, del ámbito de la cultura, de las organizaciones de base, de religiosos comprometidos con el destino de sus feligreses. Fueron llevados a centros clandestinos de detención y sometidos a vejámenes. Hoy contamos con el testimonio de los sobrevivientes, pero continúa desaparecida una innumerable cantidad de personas. Negarlas es negar las ideas por las que luchaban, es invisibilizar sus reclamos, es someter al silencio sus gritos por una sociedad más justa. Este mecanismo permite habilitar nuevos (viejos) discursos de odio e intolerancia, también avanzar en el recorte de derechos y conquistas.
Rápidamente pensemos en dos números: en 1974 el índice de desocupación en nuestro país era de 2.7%, la pobreza rondaba el 7.5% y la indigencia era casi nula. Ese fue el país de nuestros padres, de nuestros abuelos. Un país pujante que hacía del empleo industrial la punta de lanza de una sociedad con movilidad ascendente, amparada gremialmente y en vías de un fuerte desarrollo.
Más de 40 años después, la pobreza se ha disparado a niveles alarmantes y la actual desocupación, relativamente baja, oculta índices de precariedad muy claros. Vinieron a destruir un modelo de país basado en el trabajo y la producción para reemplazarlo por uno basado en la especulación y la miseria controlada.
Toda acción política necesita recostarse sobre una narrativa del pasado, el pasado nos sirve de sedimento para actuar y convencer. Tratar a las víctimas del terrorismo de Estado como terroristas desalmados, colocadores de bombas en jardines de infantes, solo tiene el propósito de deshumanizar y des-sensibilizar a una parte de la sociedad con la intención de llevar adelante un programa económico de ajuste y cercenamiento de derechos.
Toda ridiculización de la lucha gremial, estudiantil y cultural de los años 70´ es un intento por ganar la batalla por el sentido común y, al hacer un puente con las luchas del presente, nos invitan a pensar cual es el modelo de país que estos personajes quieren.
La operación de desprestigio está acompañada por inconfesables medidas cercenadoras de derechos, inconfesables hasta cierto punto, ya que el corrimiento de lo que se habilita a decir, o no, está cada día más ancho y posible. Los sectores conservadores, extrañamente, han logrado convertirse en portavoces de lo disruptivo, de lo “nuevo”, de lo “anti-sistema”. Máscara que oculta los viejos paradigmas de ajuste, la limitación de derechos y el programa rancio de un país para pocos.
Es deber de todo ciudadano estar alerta al re-surgimiento de estos discursos negacionistas, y comprender cuales son los derechos que hoy están en peligro detrás de esta avanzada liberal-conservadora. Que el ejemplo de lucha y valor de las mujeres y hombres que forjaron esta Patria sea la guía que nos permita echar luz y poner a rodar un país con justicia social y derechos para todos y todas.
* Samir Juri es director del Espacio para la Memoria Campo de la Ribera