Los privilegios impositivos del Poder Judicial datan de, al menos, 1936. En ese año, bajo la presidencia de Agustín P. Justo, la Corte Suprema de Justicia dictó un fallo que declaró la inconstitucionalidad del impuesto que gravaba el sueldo de los jueces federales. Los magistrados llevaron adelante esta iniciativa amparados en el artículo 96, el cual plantea: “Los jueces de la Suprema Corte y de los Tribunales inferiores de la Nación, conservarán sus empleos mientras dure su buena conducta y recibirán por sus servicios una compensación que determinará la ley y que no podrá ser disminuída en manera alguna mientras permanecieran en sus funciones”. Entendemos así, que el debate por las cargas impositivas del Poder Judicial lleva en nuestro país más de 80 años. Cabe mencionar que de los privilegios de la justicia, no se ven beneficiados solo los jueces, sino también fiscales, defensores y funcionarios del poder judicial.
En el año 1996 el Congreso de la Nación Argentina sancionó una ley para eliminar algunos de dichos privilegios, entre ellos la exención del impuesto a las Ganancias. Pero a solo tres días de ser aprobado, una acordada de la Corte Suprema de Justicia afirmó, bajo el artículo 96, que los sueldos de los funcionarios no podían ser disminuidos, siempre bajo la premisa de la “garantía constitucional” de poderes.
El mayor avance se logró en el 2016, cuando se sancionó una nueva normativa para que los magistrados que ingresen al Poder Judicial a partir del primero de enero de 2017, paguen ahora sí el impuesto a las Ganancias. Proponiendo que paguen los que se incorporaran en el futuro, se buscó se buscó evitar que la norma fuera judicializada por afectar “derechos adquiridos”. De este modo, aproximadamente un 20% de los magistrados y funcionarios actuales son los que pagan ganancias.
La discusión del Presupuesto 2023 despertó nuevamente el debate sobre los privilegios de la justicia. Si bien la iniciativa no prosperó en la Cámara de Diputados y fue votada por la negativa, los interrogantes quedan planteados: ¿Cuánto representa económicamente la aplicación de dicho impuesto a las arcas nacionales? ¿Es realmente una discusión de equidad ciudadana ante la ley o es un debate de garantías constitucionales y división de poderes?
Sobre el tema económico cabe decir que la aplicación efectiva del cobro del Impuesto a las Ganancias a jueces, fiscales y trabajadores del Poder Judicial, representaría una recaudación estimada de casi 250 mil millones de pesos para el presupuesto estipulado del 2023. En términos porcentuales esto es el 0,16% del Producto Bruto Interno (PBI), un número más que interesante teniendo en cuenta que el compromiso con el FMI al próximo año, es una reducción del déficit fiscal del 0,6%, por lo que este monto representa una sexta parte de las metas impuestas por el Fondo.
El Impuesto a las Ganancias como tal fue sancionado en el año 1973, y fue durante la presidencia de Carlos Menem que la Corte Suprema de Justicia dictaminó que ningún integrante del Poder Judicial lo pague. Hoy, el salario básico de un juez es de $963.581, y dependiendo de la edad y la antigüedad en el cargo puede rondar entre $1.700.000 y $2.400.000. Si es un impuesto que pagamos todos y todas ¿Por qué se resistirían a pagarlo quienes perciben los salarios más altos del sector público en el país? Esto nos lleva al segundo tema de debate. Con estos ingresos ¿no está acaso garantizada la libertad de poderes? Si es un impuesto que pagan todos los argentinos, ¿cuál es el sentido de seguir manteniendo este privilegio?
La moral del Poder Judicial argentino quedó perdida en algún lugar del pasado. Sin dudas, es uno de los poderes más altamente concentrado y reacio a la incorporación de cambios. No se trata ya de una discusión sobre la libertad de los tres poderes, sino que es un debate de igualdad ante la ley y de equidad frente a todas las personas que habitamos el territorio nacional, en donde el deber como sociedad es avanzar hacia la igualdad de derechos y obligaciones para todos. Y con todos, incluimos, indudablemente, al Poder Judicial y sus funcionarios. Ningún argentino vale más que otro.