Por Adrián Tuninetti
La República Democrática del Congo está emplazada en el corazón de África, y es un territorio bañado por serpenteantes ríos, densas selvas y grandes montañas, con una de las biodiversidades más amplias del planeta. No obstante, ha sido objeto de extracción de sus recursos naturales desde los tiempos de la conquista europea. El Congo es muy rico en cobre, cobalto, diamantes, estaño, manganeso, plomo, zinc y coltán (este último de muy alto valor para las tecnologías de última generación, utilizado para la construcción de bases y plataformas espaciales, por su extraordinaria resistencia) y uranio. Pero a pesar de su enorme riqueza natural, es uno de los países más pobres del planeta, ya que alrededor de dos tercios de la población viven con menos de 2,15 dólares al día, según el Banco Mundial.
Esta riqueza natural no ha contribuido al desarrollo del país, sino que es una de las causas que ha conducido a continuos conflictos con Estados vecinos, grandes potencias (con China y Estados Unidos a la cabeza) y multinacionales, quienes, interesados en la apropiación de estas fuentes de riqueza, fueron sometiendo a la población local, incluso niños, a condiciones de esclavitud para su obtención.
Sumado a ello, la falta de infraestructura interna, los enfrentamientos étnicos entre hutus y tutsis, su posición geoestratégica y la falta de gobiernos estables, ha hecho que la República Democrática del Congo sea un territorio de conflictos muy profundos y de difícil solución.
La colonización europea del continente africano se limitó, hasta mediados del siglo XIX, a las zonas costeras, mientras que el interior de África permaneció casi inexplorado hasta ese momento, principalmente por el temor de los europeos a contraer enfermedades, tales como la malaria, la enfermedad del sueño, la fiebre amarilla u otras infecciones. Con el avance de la medicina y la pérdida del miedo a los pueblos originarios, las potencias coloniales se animaron a la penetración y posterior conquista, favorecidos también por el avance de la industria armamentística. Así, lograron pasar de controlar sólo el 10% del territorio africano a mediados del siglo XIX, a dominar casi todo el territorio para 1914, excepto Liberia y Etiopía.
El primero que llevó adelante una expedición al centro del continente fue el italiano (naturalizado francés) Pietro Savorgnan di Brazza, quién recorrió el río Congo con el apoyo del gobierno de Francia y la Société de Géographie. Posteriormente, bajo las órdenes del rey Leopoldo II de Bélgica, el galés Henry Stanley llegó al interior de África, concertó supuestos acuerdos con jefes tribales locales y dejó como gobernador de la zona del Congo al más famoso traficante de esclavos de la época, llamado Tippu Tip.
El desmembramiento de África por parte de las potencias coloniales no tuvo parangón en la historia: se repartieron todo el continente en una mesa de negociaciones en Berlín, en 1884, convocada por el canciller alemán Bismarck. Con el pretexto de “fomentar el desarrollo de las poblaciones autóctonas”, estuvieron en esa repartija Gran Bretaña, Francia, Alemania, Portugal, España, Bélgica, Italia, Estados Unidos, Austria-Hungría, el Imperio Otomano, Rusia, Suecia y Dinamarca. Naturalmente, no participó ningún representante africano.
El área comprendida por el Congo, en la parte central del continente, quedó dividida en dos: el Congo Francés y el Congo Belga. Si bien el gobierno belga no tenía particular interés en el África, su rey, Leopoldo II, creó una sociedad de la que se hizo presidente y que sirvió para expoliar al territorio que quedó para su propiedad: la llamada Association Internationale du Congo. El Parlamento lo autorizó a proclamarse soberano, pero desligando de toda responsabilidad al Estado de Bélgica.
Leopoldo envío unos dos mil quinientos empleados belgas a asentarse y montar negocios extractivos en el Congo, y estos, temerosos de las reacciones de los nativos, armaron a mercenarios de diversos orígenes (llegados, entre otros lugares, de Egipto, Liberia, Etiopía, Sierra Leona o Ghana), para obligar a la población originaria a extraer el caucho en condiciones de esclavitud. Así fue que el 5 de febrero de 1885 comenzó uno de los genocidios más aberrantes del que se tenga memoria, muchas veces silenciado y poco visibilizado, perpetrado por una de las potencias coloniales europeas. Se calcula que este régimen de terror extractivo impuesto por el monarca provocó más de dos millones de víctimas (algunos autores hablan, incluso, de cerca de diez millones).
El monarca no sólo fue patrocinador de un genocidio, sino que también transfirió el domicilio de sus sociedades al Congo, para evitar el pago de tributos al gobierno y estafar a Bélgica falseando balances. Es decir, además de genocida fue un defraudador fiscal de su propio reino.
Las noticias del régimen de terror en esa parte de África escandalizaron al mundo entero, y generó denuncias por parte de intelectuales de la época, como Roger Casement (cónsul británico), incluso a través de obras literarias, como El Soliloquio del Rey Leopoldo de Mark Twain, y El Crimen del Congo, de Arthur Conan Doyle.
Luego de la difusión de sus crímenes, el Congo pasó a ser formalmente una colonia belga en 1908. Al año siguiente muere Leopoldo, y la condición colonial del territorio se mantuvo hasta la independencia formal en 1960.
Recién el 30 de junio de 1960, en la aún llamada Léopoldville (hoy Kinshasa, su capital), el rey Balduino de Bélgica daba por “terminada la misión civilizadora de su país”, gracias al accionar de fuerzas locales que propugnaban el fin del período colonial a través de la radicalización de las protestas y manifestaciones frente al gobierno europeo. La independencia, fruto del proceso descolonizador de la época, no fue absoluta: se les permitió elegir Presidente y Parlamento, pero el control de la economía continuó bajó el yugo europeo.
El día de la asunción de las nuevas autoridades, el Primer Ministro que asumía el cargo, Patrice Lumumba, respondió al discurso del Rey sintetizando todas las ofensas, tropelías y abusos sufridos por siglos en el naciente Estado, llamado entonces Estado Libre del Congo.
A los pocos meses, propiciado por el ejército de ocupación belga y apoyados por Estados Unidos, estalló la guerra civil por la secesión de la región de Katanga. Moise Tshombe, presidente de la región separatista, transó para lograr su ambición con empresarios mineros belgas dueños de la empresa Union Minière.
Lumumba buscó apoyo de la Unión Soviética, lo que le valió que el Presidente, Joseph Kasa-Vubu, lo destituyera. Luego de una intervención de la ONU, Lumumba fue apresado y posteriormente asesinado por las fuerzas belgas y estadounidenses, y su cuerpo desmembrado y disuelto en ácido, para evitar que sus seguidores conviertan cualquier féretro en un sitio de peregrinaje. Hoy Lumumba es el héroe nacional congoleño, a pesar de los esfuerzos por borrar su memoria.
A partir de esta crisis, varias facciones disidentes se formaron con el propósito de asumir el Gobierno del país, hasta que en 1965 tomó el poder Mobutu Sesé Seko mediante un golpe de Estado que duró hasta 1997. La nueva autoridad, apoyada principalmente por Estados Unidos, instauró una feroz dictadura de partido único y amasó una enorme fortuna. Además, cambió todos los nombres coloniales, incluido el de su propio país, que pasaría a llamarse Zaire.
La caída de Mobutu se produjo cuando, a fines de 1996, tropas de la alianza entre el ejército de Ruanda y las Fuerzas Democráticas para la Liberación del Congo-Zaire, lideradas por Laurent-Desiré Kabila, ingresaron al Congo para derrocar al dictador. Después de varios intentos y negociaciones, Kabila ingresó a Kinshasa expulsando a Mobutu, se proclamó Presidente, y volvió a cambiar el nombre del país por República Democrática del Congo, que aún conserva.
La paz duró poco, ya que en julio de 1998, Kabila se enfrentó a sus aliados e instó a las fuerzas extranjeras a abandonar el país, provocando la segunda guerra del Congo que duraría hasta 2003. Quienes se resistieron (la mayoría ruandeses, además de tropas de Angola y Namibia), se enfrentaron a las fuerzas del ejército del Congo, logrando salir victoriosas. En enero de 2001, Kabila fue asesinado, sucediéndolo en el poder su hijo, Joseph Kabila, quien inició negociaciones de paz con los grupos rebeldes.
Actualmente el país está gobernado por el Presidente Félix Tshisekedi, quien llegó al poder en 2018 tras unas elecciones muy cuestionadas, y enfrenta una situación humanitaria preocupante. Según ACNUR (Agencia de la ONU para los Refugiados) las olas de inestabilidad en la República Democrática del Congo han desplazado a un estimado de 5 millones de personas entre 2017 y 2019, principalmente en las regiones de Kasai, Tanganyika, Ituri y Kivu, mientras que cientos de miles más han huido a Angola, Zambia y otros países.
El Papa Francisco en su reciente visita ha señalado que es necesario poner “fin al colonialismo económico” y acabar con la “explotación del país”. Además, instó a las autoridades a que se comprometan al logro de la paz y la estabilidad de la región, ante los fracasos de los acuerdos previamente establecidos. Francisco pidió también que “no toquen la República Democrática del Congo, no toquen África. Dejen de asfixiarla, porque África no es una mina que explotar ni una tierra que saquear”.
El Congo se enfrenta a serios desafíos, como es el de la crisis económica producida por los Gobiernos dictatoriales tras la descolonización, la lucha por controlar los invalorables recursos naturales del país, así como por numerosos conflictos étnicos y la creciente superpoblación con altos niveles de hambre. De continuar esta situación sin cambios significativos, el genocidio por goteo será mayor aún.